El frío nos pilló de improviso y todos nos constipamos. Incluso la prima Daniela, amante de las naranjas en el desayuno, la miel en la noche y el más vale prevenir durante todo el santo día, estornudó y se paseó por la casa abrazada a una caja de pañuelos de papel.
Congestionado como estaba y con la sensación de tener una cerilla a punto de prender en mi garganta, decidí pasarme el día cantando blues y aprovechar así la afonía para emular a R.L Burnside. Daniela insistía en que me tomara la taza humeante que acercaba temeraria a mi nariz. Miel con limón y un poquito de ron. Yo la rechazaba con un bajo al puro estilo John Lee Hooker, y ella volvía a la carga enumerando los beneficios de la miel y alabando a las abejas. Jodidas abejas, grité. Le arrebaté la taza y me tomé el liquido en tres tragos y entonces fue como cuando en las películas rocían a alguien con gasolina y lo prenden con una cerilla. Mi garganta quemaba. Un cuerpo en llamas lanzándose al suelo y rodando sin parar. Daniela, satisfecha cogió la taza que le ofrecía sin mirarla, odiándola con toda mi alma, y se fue a la cocina entre abejas y estornudos. Dejé de cantar y me quedé mirando la ventana: un cielo pesado como la prima Daniela y con ganas de aplastar el mundo. Pensaba que Septiembre no era un mes para estar enfermo y triste. Septiembre tenía que ser como un hasta luego, un nos volveremos a ver, y que no seríamos los mismos cuando eso ocurriera. Seriamos más fuertes. Lo tendríamos todo más claro y solo nos constiparíamos en Navidad, porque no nos da la gana salir con tanto frío y entonces sí, escucharíamos a Daniela mientras nos probamos la ropa que llevaban nuestros padres cuando eran novios y que nos va pequeña. Tanto hemos crecido.
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